Verbum Domini – Domingo XIX del Tiempo Ordinario (Ciclo C)
Comentario a las lecturas del XIX Domingo del Tiempo Ordinario, Ciclo C, 2025
VERBUM DOMINI
“No temas, rebañito mío, porque tu Padre ha tenido a bien darte el Reino”
(Lc 12, 32)
Señor Jesús, Dueño de la vida y del tiempo, concédenos la gracia de una fe como la de Abraham, que nos ponga siempre en camino hacia Ti. Libera nuestro corazón de los tesoros que se acaban y ayúdanos a acumular la única riqueza que permanece: el amor entregado. Mantén encendida en nosotros la lámpara de la esperanza, para que, al final de nuestros días o en tu venida gloriosa, nos encuentres con la túnica del servicio puesta, esperándote con alegría para entrar al banquete eterno de tu Reino.
Amén


Entramos en el XIX Domingo del Tiempo Ordinario y la liturgia, con la ternura de un Padre, nos toma de la mano para conducirnos al corazón de una de las virtudes teologales más fundamentales: la fe. No se nos habla de una fe teórica o de un simple asentimiento intelectual, sino de una fe viva, encarnada en la historia, que se traduce en una actitud de vigilancia esperanzada. Las lecturas de hoy son una catequesis profunda sobre cómo vivir en este mundo con el corazón anclado en el venidero, no por evasión, sino por una confianza radical en las promesas de Aquel que es fiel. Somos un pueblo peregrino, un «rebañito» amado, que camina bajo la mirada del Padre hacia la patria definitiva que Él mismo nos ha preparado.
La Fe que Pone en Camino
La Palabra de Dios teje hoy un diálogo maravilloso entre el Antiguo y el Nuevo Testamento, mostrándonos que la fe es, ante todo, una fuerza que nos pone en movimiento. La primera lectura, del libro de la Sabiduría, nos transporta a la noche fundante de la fe de Israel: la noche de la Pascua. Fue una noche de espera, de vigilancia, vivida «de común acuerdo», confiando en una promesa de liberación que aún no veían, pero que sostenía su esperanza. Esa noche, la fe se convirtió en certeza de salvación para los justos y en el inicio de un camino hacia la tierra prometida. De manera paralela, la carta a los Hebreos nos presenta al padre de todos los creyentes, Abraham. Su fe es el paradigma de la obediencia y el desprendimiento. «Sin saber a dónde iba, partió». La fe lo arrancó de su seguridad, de su tierra, y lo convirtió en un «extranjero y peregrino». Abraham no buscaba una ciudad terrenal, sino «la ciudad de sólidos cimientos, cuyo arquitecto y constructor es Dios». Esta es la esencia de la fe que nos propone la Iglesia: una confianza que nos libera de la tiranía de lo inmediato y lo material, y nos abre a un horizonte de eternidad. Nos enseña que nuestra verdadera patria no es de este mundo y que, por tanto, podemos vivir aquí con la libertad de los hijos de Dios, sin que el corazón quede atrapado por aquello que es pasajero.
La Vigilancia que Encuentra al Señor
El Evangelio de san Lucas aterriza esta gran visión de la fe en una actitud concreta y urgente: la vigilancia. Jesús, con una ternura inmensa, nos llama «rebañito mío» y nos da la clave para desterrar todo temor: el Padre nos ama tanto que su mayor alegría es darnos su Reino. Esta certeza lo cambia todo. La vigilancia a la que nos invita no nace del miedo al castigo, sino del anhelo amoroso por el encuentro con el Señor que vuelve. Las imágenes son elocuentes: la túnica puesta, lista para el servicio; las lámparas encendidas, símbolo de una fe atenta y ardiente. Ser como los criados que esperan al señor que regresa de la boda es vivir en una gozosa tensión, preparados para abrirle «en cuanto llegue y toque». La promesa es sobrecogedora: será el mismo Señor quien nos siente a su mesa y nos sirva. Es la inversión divina, donde el Amo se hace siervo por amor a los suyos. Esta espera activa implica también una gestión fiel de lo que se nos ha confiado. Por eso Jesús advierte sobre el administrador negligente. La fe no es una espera pasiva, sino una responsabilidad activa. Se nos ha confiado el tesoro de la fe, la comunidad de los hermanos, los dones y carismas para el bien de todos. La vigilancia se demuestra en la caridad cotidiana, en el servicio humilde, en la administración justa de los bienes de Dios. La advertencia final resuena con fuerza en nuestra conciencia: «Al que mucho se le da, se le exigirá mucho». Ser parte de su «rebañito» no es un privilegio que nos acomoda, sino una llamada a una mayor fidelidad.
Ser testigos hoy
¿Cómo podemos vivir hoy esta fe vigilante, como comunidad y como creyentes? La Palabra de Dios nos interpela directamente sobre el lugar donde tenemos puesto nuestro «tesoro». En una sociedad que nos empuja a acumular seguridades materiales, a planificar cada detalle y a vivir para el aquí y el ahora, el Evangelio es una invitación a la contracultura del Reino. Ser testigos hoy significa, en primer lugar, hacer un examen honesto de nuestro corazón. ¿Qué es lo que verdaderamente nos quita el sueño? ¿Nuestras posesiones, nuestro estatus, nuestro futuro terrenal? ¿O la venida del Reino, la fidelidad a nuestra misión, el amor a Dios y al prójimo? Jesús nos pide que vendamos nuestros bienes y demos limosna, no como un mandato literal para todos, sino como un principio espiritual: vivir desprendidos, con un corazón generoso que sabe compartir porque su verdadera riqueza está en el cielo. Vigilar, entonces, no es mirar obsesivamente el reloj del fin del mundo, sino mantener la lámpara de la caridad encendida. Es encontrar al Señor que viene cada día en el rostro del pobre, en la necesidad del hermano, en la Eucaristía que nos nutre y en la oración que nos mantiene despiertos. Es ser ese administrador fiel que, en su familia, en su trabajo, en su parroquia, no se adueña de nada, sino que sirve con alegría, sabiendo que todo es un don recibido para ser compartido.