Verbum Domini – Domingo XXI del Tiempo Ordinario (Ciclo C)

Comentario a las lecturas del XXI Domingo del Tiempo Ordinario, Ciclo C, 2025

VERBUM DOMINI

8/23/20253 min read

“Vendrán muchos del oriente y del poniente, del norte y del sur, y participarán en el banquete del Reino de Dios”

(Lc 13, 29)

Señor Jesús, Tú que eres la Puerta que nos conduce al Padre, concédenos la gracia de no conformarnos con una fe superficial. Danos la fortaleza para esforzarnos cada día por vivir según tu Evangelio y la alegría para anunciar a todos que tu Reino está abierto para quienes te buscan con un corazón sincero.

Amén

Iniciamos la vigésimo primera semana del Tiempo Ordinario, y el Evangelio nos sitúa en el corazón de una de las preguntas más íntimas y decisivas de la existencia humana: “Señor, ¿es verdad que son pocos los que se salvan?”. Esta pregunta, lanzada a Jesús en su camino a Jerusalén, no es una mera curiosidad teológica; es un eco de la ansiedad que anida en el corazón del hombre sobre su destino final. La Liturgia de la Palabra de este domingo, lejos de ofrecernos una estadística divina, nos revela el corazón universal del Padre y, al mismo tiempo, nos confronta con la seriedad de nuestra respuesta personal. No se nos da un número, sino un camino; no se nos ofrece una garantía pasiva, sino una llamada urgente a la conversión activa y a la confianza filial.

Una invitación universal, una respuesta personal

La Palabra de Dios teje ante nosotros un maravilloso tapiz que une dos realidades: la inmensidad del amor de Dios, que no conoce fronteras, y la necesidad de una respuesta humana, libre y comprometida. En la primera lectura, el profeta Isaías nos regala una de las visiones más conmovedoras y universales de todo el Antiguo Testamento. Dios mismo anuncia su plan: “Yo vendré para reunir a las naciones de toda lengua. Vendrán y verán mi gloria”. Esta promesa no se limita al pueblo de Israel; es una convocatoria cósmica. Dios desea que todos, desde las islas más remotas hasta las naciones más lejanas, formen parte de su familia. Más aún, en un gesto de inclusión radical, afirma que de entre ellos, de los que antes estaban lejos, escogerá “sacerdotes y levitas”. La salvación, por tanto, no es un privilegio de sangre o de cultura, sino un don ofrecido a toda la humanidad, un horizonte tan vasto como el mundo mismo, como canta gozosamente el salmista: “Vayan por todo el mundo y prediquen el Evangelio”.

El Desafío del Discipulado Verdadero

Frente a esta apertura sin límites, el Evangelio parece introducir una tensión. Jesús no responde a la pregunta sobre el número de los salvados con un “sí” o un “no”. En cambio, personaliza la cuestión y la convierte en un llamado directo a quien le escucha: “Esfuércense en entrar por la puerta, que es angosta”. La puerta no es angosta porque Dios disfrute excluyendo a la gente. Es angosta porque el camino del discipulado verdadero es exigente. Es el camino de la humildad frente al orgullo, del servicio frente al egoísmo, del perdón frente al rencor. No basta con una pertenencia nominal o con gestos externos (“Hemos comido y bebido contigo”). El Señor busca una relación íntima, una coherencia de vida que nos haga reconocibles para Él. La advertencia es seria: muchos que se consideran los primeros, por su aparente cercanía o conocimiento, pueden quedarse fuera por su falta de un compromiso real, mientras que otros, venidos de todos los rincones de la tierra, ocuparán su lugar en el banquete del Reino.

Ser testigos hoy

¿Cómo resuenan estas lecturas en nuestro caminar diario como comunidad creyente?

Nos invitan a superar dos tentaciones opuestas pero igualmente peligrosas. La primera es la presunción: pensar que nuestra salvación está garantizada por el simple hecho de ser bautizados o de cumplir con ciertos ritos, sin una conversión continua del corazón. La segunda es el desaliento o el rigorismo: creer que la salvación es un privilegio para una élite de perfectos. La puerta es angosta, sí, pero está abierta para todos los que se esfuerzan.

El “esfuerzo” del que habla Jesús no es una tensión agobiante, sino la perseverancia amorosa del discípulo. Es la lucha diaria por elegir el bien, por amar concretamente en la familia y el trabajo, por levantarse después de cada caída con la ayuda de su gracia. La segunda lectura, de la carta a los Hebreos, nos ilumina maravillosamente este punto. Nos recuerda que las dificultades y las correcciones de la vida, si las acogemos con fe, son una pedagogía del amor de Dios, un entrenamiento que “produce frutos de paz y de santidad”. Esforzarse es, entonces, dejarse moldear por el Padre, robustecer “las manos cansadas y las rodillas vacilantes” y seguir caminando, sabiendo que Él nos trata como a hijos amados. Ser testigos hoy significa vivir con una santa urgencia, sin dar por sentada nuestra fe, y al mismo tiempo, con un corazón misionero, capaz de ver en cada persona, sin importar su origen, a un hermano invitado al mismo banquete que anhelamos.