Verbum Domini – Domingo XXII del Tiempo Ordinario (Ciclo C)
Comentario a las lecturas del XXII Domingo del Tiempo Ordinario, Ciclo C, 2025
VERBUM DOMINI
“Porque el que se engrandece a sí mismo, será humillado; y el que se humilla, será engrandecido”
(Lc 14, 11)
Señor Jesús, manso y humilde de corazón, enséñanos a amar la humildad y a rechazar el orgullo. Que nuestro corazón sea una mesa abierta para los últimos, y que nuestra vida sea un servicio gozoso y sin expectativas de recompensa. Haz que, como tú, sepamos ocupar el último lugar para que nuestra dignidad venga de ti.
Amén


Nos encontramos en el XXII Domingo del Tiempo Ordinario, un momento propicio para reflexionar sobre la espiritualidad que nos propone la liturgia de la Palabra. La vida cristiana, lejos de ser una carrera por el reconocimiento o el prestigio, es un camino de humildad y servicio. Las lecturas de hoy nos invitan a despojarnos de la vanidad y el orgullo, esas pesadas cargas que nos impiden acercarnos a Dios y a los demás. El Señor nos enseña que el verdadero honor no reside en los primeros puestos, sino en el corazón humilde y generoso que se pone al servicio de los demás. Es un llamado a revisar nuestras intenciones, a renunciar a la lógica del mundo y a abrazar la sabiduría de Dios, que exalta a los sencillos y a los pequeños.
La sabiduría de la humildad y la nueva Alianza
La primera lectura, del libro del Eclesiástico, nos introduce de lleno en la enseñanza del Evangelio. Nos advierte que "hazte tanto más pequeño cuanto más grande seas, y hallarás gracia ante el Señor". Esta es una paradoja central de la fe: el camino hacia la grandeza espiritual pasa por la humildad, por la renuncia a la auto-exaltación. El autor bíblico nos advierte contra el orgullo, esa raíz de la maldad que nos cierra a la gracia divina. La humildad no es una debilidad, sino una fortaleza, una cualidad del corazón que nos permite ser dóciles a Dios y verdaderamente sabios, pues el hombre prudente es aquel que "medita en su corazón las sentencias de los otros, y su gran anhelo es saber escuchar". En este sentido, la humildad nos predispone a la escucha atenta de Dios y de los hermanos.
El banquete de la nueva Alianza
El Evangelio, por su parte, nos presenta a Jesús en un banquete, aprovechando la ocasión para ofrecer una profunda enseñanza. Con la parábola de los invitados que buscan los primeros lugares, el Señor desmantela la lógica humana de la jerarquía y el honor social. Su mensaje es radical: el verdadero honor proviene de la mano de quien invita, no de nuestra propia ambición. Sentarse en el último lugar es un gesto de confianza y abandono en la providencia de Dios. Esta enseñanza culmina con una invitación aún más disruptiva: “Cuando des un banquete, invita a los pobres, a los lisiados, a los cojos y a los ciegos”. Aquí Jesús no solo nos habla de humildad, sino también de la gratuidad. El banquete que Él propone no es un acto social de reciprocidad, sino un reflejo del Reino de Dios, donde los últimos son los primeros, y la recompensa no está en la tierra, sino en la resurrección de los justos. Es un llamado a romper con los círculos cerrados y a abrir nuestro corazón y nuestra mesa a los que el mundo ha olvidado.
Ser testigos hoy
La humildad no es una pose ni una actitud sumisa, sino un reflejo del corazón de Cristo, quien, siendo Dios, se despojó de su rango y se hizo siervo. Hoy, ser testigos de la humildad de Cristo significa rechazar la constante necesidad de reconocimiento y validación en un mundo que premia el éxito y la visibilidad. En nuestras comunidades, en nuestras familias y en nuestros trabajos, estamos llamados a ocupar "el último lugar", no para ser pisoteados, sino para servir. Esto implica escuchar más que hablar, preferir el bien común al propio, y celebrar los logros de los demás con la misma alegría que los nuestros.
Pero la lección de hoy va más allá de la humildad personal. Es un llamado a la gratuidad de la caridad. ¿A quiénes invitamos a nuestra mesa, a nuestro grupo, a nuestro corazón? El Señor nos desafía a salir de nuestra zona de confort y a tender la mano a aquellos que no tienen nada que ofrecernos a cambio. ¿Qué hacemos por los pobres, los excluidos, los que no pueden recompensarnos? Nuestra fe se mide en la generosidad sin cálculo. Es en el servicio desinteresado donde encontramos la verdadera dicha y la promesa de que nuestra recompensa es eterna, porque el que sirve con amor humilde se une a Cristo y a su Reino