Verbum Domini – Domingo XXIII del Tiempo Ordinario (Ciclo C)
Comentario a las lecturas del XXIII Domingo del Tiempo Ordinario, Ciclo C, 2025
VERBUM DOMINI
“Cualquiera de ustedes que no renuncie a todos sus bienes, no puede ser mi discípulo”
(Lc 14, 33)
Señor Jesús,
que nos llamas a seguirte por el camino
estrecho de la cruz,
concédenos la sabiduría del Espíritu
para comprender el valor de tu llamado.
Danos la fuerza para renunciar
a todo aquello que nos impide amarte
con un corazón indiviso
y para abrazar con amor
nuestra propia cruz.
Que, libres de toda atadura,
podamos construir nuestra vida
sobre la roca firme de tu Palabra
y ser testigos de la fraternidad
que nace de tu amor.
Amén


Celebramos el XXIII Domingo del Tiempo Ordinario, y la liturgia nos sumerge en una profunda meditación sobre la radicalidad del seguimiento de Cristo. En un mundo que nos invita constantemente a buscar seguridades, a acumular bienes y a priorizar los afectos humanos por encima de todo, la Palabra de Dios irrumpe con la fuerza de un llamado exigente. Jesús, viendo la gran muchedumbre que lo sigue, se detiene, se vuelve y nos mira a cada uno para preguntarnos sobre la verdadera disposición de nuestro corazón. No busca admiradores superficiales, sino discípulos auténticos, dispuestos a empresar un camino de conversión que lo abarca todo: nuestros afectos, nuestras posesiones y nuestra propia vida.
La sabiduría de la cruz y la necedad del cálculo humano
La primera lectura, tomada del libro de la Sabiduría, nos sitúa en nuestra justa medida: "¿Quién es el hombre que puede conocer los designios de Dios?". Reconoce con humildad que nuestros pensamientos son "inseguros" y nuestros razonamientos, "equivocados". Un cuerpo corruptible hace pesada el alma, nos dice el autor sagrado, entorpeciendo nuestra capacidad para comprender lo que trasciende lo inmediato. Esta confesión de nuestra finitud es el punto de partida indispensable para acoger el Evangelio de hoy. Jesús nos pide calcular el costo de seguirlo, no con la lógica del mundo, sino con la sabiduría que viene de lo alto. Construir la "torre" del discipulado requiere más que buenas intenciones; exige una renuncia fundamental. El Evangelio nos habla de "preferir" a Jesús por encima de los lazos más sagrados —padre, madre, esposa, hijos— y hasta de la propia vida. No se trata de un llamado al desprecio o al desamor, sino a un amor ordenado. El Señor nos invita a amarlo a Él por encima de todo, para que, desde ese amor primero y absoluto, aprendamos a amar a los demás con la libertad y la pureza de Dios. La cruz, que debemos cargar para seguirlo, es precisamente el signo de esa entrega total, el lugar donde nuestros cálculos humanos se rinden ante la lógica divina del amor que se dona sin medida.
La fraternidad en Cristo: un vínculo más fuerte que la sangre
El apóstol Pablo, en su brevísima y conmovedora carta a Filemón, nos ofrece una aplicación práctica y transformadora de esta enseñanza. Escribe desde la cárcel, no para exigir, sino para pedir con la ternura de un padre espiritual. Habla de Onésimo, un esclavo fugitivo que, en prisión, ha sido "engendrado para Cristo" por Pablo. Ahora lo devuelve a su amo, Filemón, pero la relación entre ellos ha cambiado radicalmente. Onésimo ya no regresa como un simple esclavo, sino "como algo mejor que un esclavo, como hermano amadísimo". El bautismo ha creado un vínculo nuevo, superior a las estructuras sociales y a los lazos de sangre. Esta es la consecuencia directa de poner a Cristo en el centro: las relaciones humanas no se destruyen, sino que se purifican y elevan. El amor a Dios no nos aísla, sino que nos hace capaces de ver en el otro, sin importar su condición, a un hermano en Cristo. Así, la renuncia que pide el Evangelio no es un vaciamiento, sino una plenitud. Renunciamos a poseer a los demás, a nuestras seguridades y a nuestros planes, para recibirlo todo de nuevo como un don gratuito de Dios, en una comunión de amor mucho más profunda y verdadera.
Ser testigos hoy
¿Cómo resuenan estas palabras en nuestra vida cotidiana? "Calcular el costo" del discipulado hoy significa detenernos sinceramente ante el Señor y preguntarle: ¿Qué ocupa el primer lugar en mi corazón? ¿Son mis seguridades económicas, mi comodidad, el "qué dirán", o eres Tú, Señor? Renunciar a "todos sus bienes" no implica necesariamente un despojo material para todos, sino una actitud interior de libertad. Es vivir sin que las cosas nos posean, sin que las personas se conviertan en ídolos y sin que nuestros proyectos personales estén por encima del plan de Dios. Ser discípulo hoy es aprender a vivir con las manos abiertas, listos para dar y recibir, reconociendo que todo es gracia. Es tener el coraje de cargar las cruces de cada día —la incomprensión, la fatiga, la enfermedad, el deber cumplido por amor— uniéndolas a la cruz de Cristo. Es, como Filemón, estar dispuestos a transformar nuestras relaciones, perdonando, acogiendo y viendo en cada persona, especialmente en el más necesitado, a un hermano amado por quien Cristo ha muerto.